La literatura me mordió hace más de veinticinco años con los dientes de Horacio Quiroga. Cursaba el primer año de secundaria. En una clase de Castellano y Literatura analizábamos la historia de unos críos con problemas mentales que estaban a punto de degollar a su hermanita. Yo, que hasta ese momento había leído solo para completar tareas, obtener notas o evitar las amenazas escolares de mis padres, quedé intrigado por aquellos cuentos de amor, de locura y de muerte.
Las constantes aproximaciones con personajes reales o imaginarios nos ayudaron a predecir el futuro académico inmediato. De modo que, en la universidad, estudiamos carreras similares.
Por fortuna, aquella bestia de iniciación atacó también a quien fue por entonces mi mejor amigo. Y así como todo drogadicto ha tenido su drug dealer, yo tuve a ese amigo, hijo de un periodista. Fue él quien apertrechó mi primera colección de clásicos y con quien experimenté el modelo ficticio de la verdad que ofrece la literatura. Fuimos Siddhartha y Govinda en la novela de Herman Hesse, Porthos y D’Artagnan en el libro de Dumas, y más adelante Dean Moriarty y Sal Paradise En el Camino de Kerouac.
Sin embargo, no todo lo literario produjo acercamientos. Marx y Engels provocaron aquello que Jean-Jaques Rousseau causaba en Ítalo Calvino: un gran interés y una gran necesidad de criticar. Tendíamos a debatir enérgicamente, no de los autores, ni tampoco de sus obras, sino de esa nueva forma de pensar que había nacido a causa de lo leído.
¿Cómo era posible que una idea básica tuviera interpretaciones tan opuestas? ¿Acaso mis prejuicios, mi crianza, la historia que alguna vez escuché de mis tíos guerrilleros, eran ahora la ficción de mi propia novela? Leía entonces para refutar mis orígenes o encauzar mi propia vida.
Estoy seguro que la línea del horizonte con la que mi amigo comenzó a soñar en la universidad, esa utopía que le permitía caminar hacia alguna parte, no fue más que la encarnación en él mismo de una frase bien escrita.
En la palabra escrita yacen los códigos para alcanzar nuevas profundidades cerebrales. Somos, en parte, un entretejido de frases bien logradas. Letra y música. Pero no partituras que al ser ejecutadas suenan exactas.
Cuando en la 5ta Sinfonía de Beethoven en Do menor, arranca el Sol, Sol, Sol, Mi bemol, podemos predecir lo que sigue. No es nuestro caso. La literatura nos permite vivir otras vidas. Después de terminar un libro, no somos los mismos.
Por eso difería de ideales absolutistas. Mi amigo, en cambio, insistía en que el papel lo aguantaba todo. Que nuestro problema era leer, pero estábamos hablando de solución, y esa solución podía partir de escribir. Nos referíamos a dos temas diferentes.
De esa época tengo “Crónicas latinoamericanas” de Eduardo Galeano y “Así hablaba Zaratustra” de Nietzsche. Libros que nunca he leído porque pueden producir en mí reacciones extrañas. Sin embargo, allí están, junto a otros tantos. Son ese ruido de fondo del cual debo librarme algún día. ¿Cómo? De la única manera posible: leyendo.
Nuestra imaginación, que de adolescentes había transformado en realidad muchos personajes ficticios, de universitarios engullía con ojos bien abiertos cualquier autor que sirviera para contradecir al otro. A veces llegábamos al mismo libro. Citábamos versículos bíblicos tanto para afirmar o negar la existencia de Dios. Dependiendo de la lectura, Fidel Castro era el viejo, y el pez el capitalismo, derivados de la novela corta de Ernest Hemingway: El viejo y el mar.
Empezamos a formar, a raíz de los libros, las teorías conspirativas más absurdas y más reales posibles. Perdimos la motivación de leer para entretenernos, y empezamos a leer para ganar conocimiento.
Eran los descubrimientos —nuestros aha moments— lo que más interesaba. Leímos a Octavio Paz y a Borges, a Ortega y Gasset y a Baruc Spinoza. Nos subscribimos a la revista Gatopardo, y yo, hasta intenté leer a Kant sin hacer pausas. Nos volvimos lectores con intencionalidad.
La culpa de todo aquello tal vez fue mía por aceptar a la “neopandilla” de Lautréamont en nuestro círculo. Pero no me pude resistir a la fuerza de Amanecí de Bala. Un poema que, cuando lo escuché, en seguida se convirtió en un clásico personal:
Amanecí de bala amanecí bien magníficamente bien todo arisco, hoy no cambio un segundo de mi vida por una bandera roja, mi vida toda la cambiaría por la cabellera de esa mujer alta y rubia, cuando vaya a la Facultad de Farmacia se lo diré seguro que se lo diré asunto mío amanecer así…
Entonces, ¿qué importaba ser comunista o capitalista si una mañana cualquiera, a causa de una cabellera rubia, o un poema, lo podías mandar todo al carajo? Importaba mucho y poco. Mucho porque leer podía transformarte en quien no eras cuantas veces quisieras, y poco, porque el universo escrito seguirá existiendo sepamos o no de él.
Eran esas contradicciones en los demás lo que nos unía, o como dice Jorge Volpi: Leer ficciones complejas, habitadas por personajes profundos y contradictorios, como tú y como yo, como cada uno de nosotros, impregnadas de emoción y desconcierto, imprevisibles y desafiantes, se convierte en una de las mejores formas de aprender a ser humano. ¿Será por eso que todavía leo?
Sigo sangrando desde aquel tarascón original que me dio La gallina degollada de Quiroga. Mi corazón es delator, gracias a Poe. He releído Cien años de soledad al menos cuatro veces. El Quijote y Crimen y Castigo, dos. Tengo sin terminar, como un buen juego de ajedrez, El Ulises de Joyce —y no por interés genuino en el libro, más bien por la ilusión de que algún día, en Dublín, me uniré a la celebración del Bloomsday sin sentirme un farsante.
Por motivos similares leí a John Steinbeck. Estuve en Salinas, su pueblo natal. Lo descubrí en el pequeño museo abierto en su honor. Me pasó lo mismo con Los Miserables de Víctor Hugo, a quien leí después de ir a su casa museo en Paris.
Algo parecido me ocurrió con La conjura de los necios de John K. Toole. Estando en Nueva Orleans, en Canal Street, y siendo yo lo más cercano “al gringo guía”, me preguntaron quién era ese de la estatua, el tal Ignatius J. Reilly. No supe qué decir. De regreso a casa compré y leí el libro. Entonces, me vuelvo a preguntar ¿Por qué leo? ¿Por pena de decir “no lo sé” o por vergüenza conmigo mismo de morir sin harbe leído a quienes han marcado un precedente en el mundo que habito?
La verdad es que leo porque haciéndolo acorto las distancias, reales, ideológicas o imaginarias, que me separan de mis amigos, de cada personaje que conozco, y de aquellos que aún no he conocido.